viernes, 13 de abril de 2018

El trabajo dignifica

Café con leche. Dos magdalenas.
Los niños, como siempre, ríen, pelean,
alejados de mi triste realidad.

Mi mujer, 35 años juntos, me acerca
una servilleta mientras roza mi mano
con cariño, sabiendo que algo me pasa.
Nota que sus sonrisas enturbian mi mirada.

No voy a llorar. No puedo llorar.

Cojo mi maletín, mi tartera, y camino
hacia la parada de un 43,
que se arrastra cansado hacia la calle
que tantos años me ha olido sudar.

Paso de largo,
un día más,
una semana más.

Deambulo hacia la oficina del INEM,
la del servicio madrileño de empleo,
a la bolsa de empleo local, a una ETT...
y acabo en el bar, bebiendo mi silencio,
comprando un cupón que esconda mi vergüenza.

Estoy cansado. Cuatro hijos, una hipoteca,
el aval de mi madre, el coche del niño,
unas deudas que no paran de crecer.

Esta vez, no quiero coger el autobús.
Deseo que sea él quien me coja a mí.
Que la policía llame al segundo izquierda.
Que la policía le diga que me echaron.
Que la policía le cuente a Carmela
lo cobarde que fui.

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